Vi el Mar de Bohai, el de Sulú, el Amarillo y también el Mar de Java, el del Japón, el de Flores, el de China Meridional y el Océano Índico pero quedé varado en Pekín cinco años y allí terminé mis mares con sal y arena que guardaba en los bolsillos.
A diferencia de Japón, China durante sus 5.000 años de civilización ininterrumpida ha vivido de espaldas al mar. Sus juncos no solían ir más lejos de Manila. Por eso los chinos no pintan el mar, aunque sí el agua de los ríos con gran destreza (Ma Yuan 马远, 1160-1225, Dinastía Song). Desde hace 1.500 años, los paisajes chinos surgen de la imaginación del artista, tras un proceso de observación, meditación y depuración, y enlazan directamente con la Abstracción americana de Rothko, Kline o Frankenthaler, entre otros.
A Pekín fui a orientarme. Leí textos taoístas, confucianos y budistas, pero no dejé de ser un bárbaro extranjero. Compré papel de arroz de Xuan y procuré no perder nunca la línea del horizonte, como me enseñaron en el Cantábrico.
No hace mucho acabé un autorretrato para una exposición en la galería Utopía Parkway, de tan primerísimo plano, que para captarme el alma, aposté todo. Se titula, Buenos días. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? Comprendí que no podía llegar dónde quiero sin responder estas preguntas y opté por aparcar la maniera realista de mi pintura al óleo y volver a otras formas de expresión más libres, el collage y el dibujo. Los interrogantes del autorretrato me sumergieron en una introspección, una meditación, que estoy llevando a cabo por un cierto sendero oriental con el que, por casualidad, topé cuatro años antes preparando unos retratos de personajes del Kabuki para otra exposición en My Name’s Lolita ¿Por qué Oriente? Tras mi viaje de 1998, Japón me ha intrigado y marcado como pocos sitios y, desde entonces, lo zen ronda mi cabeza. Coinciden hoy, conectadas por la mecánica implacable del subconsciente, tanto la necesidad de depurar mi ortografía artística como la de aligerar lastres vitales y profesionales. Los ejercicios estéticos no son impunes.
Comencé por investigar la influencia de Oriente en la vanguardia y me he quedado estupefacto, no solo de su amplitud y profundidad y sobre todo, de lo poco que se habla de ello. Naturalmente, es pública y notoria su incidencia en los nenúfares de Monet, o las xilografías de Hokusai e Hirosige en la obra de Van Gogh, Whistler, en los Nabis, o de la caligrafía en Kline, Tapies, Tobey, Pollock…Pero hay pocos que citen esos mismos influjos en montones de artistas adscritos a etiquetas de la abstracción pura, la geométrica, el constructivismo en general, y su rama rusa en particular, el suprematismo, el stijl, el expresionismo abstracto, el cubismo sintético, el minimalismo de los 60, el conceptualismo de los 70, el povera de los 80, Beuys, el neoconceptualismo e incluso algunos neo pop como Ruscha o Richard Prince ….A mi juicio, todos ellos se nutren en mayor o menor medida del zen. Creo que lo japonés ha sido la autopista central – aunque silenciosa- en la que han circulado muchos artistas del siglo XX (prefiero hablar de artistas más que de arte).
Se habla hoy mucho de zen, e intuyo, sin ser experto, que con bastante imprecisión.
No me interesa la espeleología oriental, tan de moda. No estoy preparado para hacerla con rigor, pero me han llamado la atención intuiciones sobre su estética, aunque es evidente que debajo hay una filosofía. El zen viene del budismo hindú y se configura en la China del 300 a.c. junto a algunas sombras del taoísmo (tao significa camino) que es la respuesta filosófica, meridional e individualista, de la China del sur frente al centralismo colectivista de Confucio y la China del norte. En el periodo Song (9601279) esta filosofía se inoculó a Japón, y como hace siempre este país, lo canibalizó hasta hacerlo suyo. El aislamiento geográfico y político japonés facilitó la digestión sin interferencias durante siglos (frente a China, que la invasión mongol y la dinastía Yuan borraron esa delicada cultura) y el zen acabó impregnándolo todo en la vida nipona, individual y colectivamente, el proceso de meditación en pos de la iluminación o satori, los koanes o poesía para iluminar este camino, haikus, ikebana, la ceremonia del té o cha no yu, la caligrafía y la pintura, que significativamente se llaman igual: sho du, la jardinería, esa mezcla tan japonesa de artificio y naturaleza, los diferentes tipos de luchas, la arquitectura, la decoración… Frente al ruido, el zen busca el silencio para comprender, para penetrar en la realidad de las cosas; los materiales sencillos (maderas, papel, piedras), pero cuidadosamente trabajados bajo una apariencia de simplicidad; la atención a formas y detalles menores aislados en espacios de apariencia yerma; en fin, vislumbrar lo infinito en lo intrascendente
Esto me condujo algo tan central para el zen como es el concepto de vacío. Es un término de difícil traducción en Occidente y algunos le llaman «espacio positivo», pero prefiero la explicación de Kawabata «no se trata de vacío occidental, es más bien lo contrario, un universo del espíritu donde todo se comunica libremente con todo, rebasando límites». El pintor coreano-japonés, Lee Ufan tiene una buena definición: si tocas un tambor, la reverberación de su sonido constituye ese vacío pleno y el tambor es inseparable de su sonido. Para lograr el vacío se debe eliminar lo superfluo que interfiere, distrae, e ir a lo sencillo y esencial. En pintura, el zen busca atraer la sugerencia del espectador y que al final, integrarle en la obra del artista, dentro de ese espacio aparentemente vacío. Surge ante los ojos de espectador la pintura, ahora también un poco suya, que cautiva su atención, hasta hacerle formar parte de ella, aunque sólo sea segundos. Esta concepción me interesa, y con ella, prosigo el deambular de mi trabajo. Además, me llama poderosamente la atención el entendimiento zen de la naturaleza. Aproximación humilde, deseando aprender, poniéndose a ras del polvo del suelo y sin tratar de sobreponerse a ella, como pretende la ideología judeo-cristiana. Sólo mirando cara a cara a la naturaleza barruntamos qué somos. Esto es hoy más perentorio ante la aparatosa realidad virtual. ¿Qué persigo con el paso de mi pintura por este depurativo oriental?
Antes de nada, retornar al espacio espiritual, al papel del arte. El zen me permite reaccionar contra ciertas conductas artísticas deleznables, como las modas decorativas, los excesos de muchos neos retroalimentados por los shows museísticos, o el arte de consumo rápido, de usar y tirar, o el de todo vale, porque simplemente vende.
Personalmente, frente a la tentación de la hiperactividad o la huida hacia delante, el zen hace optar por permanecer quieto delante de objetos nimios e insignificantes, para comprenderlos mejor y esperar que la idea y las acciones apropiadas surjan por sí mismas. Utilizo el arte como vía de conocimiento, no como juego estético. Respecto a la técnica, intento vindicar la belleza de los materiales simples, los que pasan desapercibidos todos los días, frente a la apabullante innovación tecnológica que prima el concepto frente a la artesanía. El concepto sigue siendo central para mi, pero la realización del objeto artístico de forma artesanal, que implica tiempo, su meticulosa elaboración, me concede un respiro para seguir destilando la idea y hacerla más mía, más verdad.
La creación plástica, algo bastante misterioso, que se ha convertido en una necesidad, una dependencia. Procuro asumirla como se llevan los vicios inconfesables, con dignidad. Le dedico mucho tiempo, cada vez más. Mi coexistencia con ella también es una disciplina vital a la que me he acostumbrado desde hace veinte años. Vivo de otras actividades y tengo todavía muy claras las dos áreas, lo que me permite pasar rápidamente de una a otra. Este zen estético – y algo filosófico- que estoy procurando ordenar con estas líneas, se adapta hoy mejor a los ritmos de mi cabeza. La pintura es meditación, permite viajar en silencio y me rearma por dentro para defenderme de la trivialidad.