Vi el Mar de Bohai, el de Sulú, el Amarillo y también el Mar de Java, el del Japón, el de Flores, el de China Meridional y el Océano Índico pero quedé varado en Pekín cinco años y allí terminé mis mares con sal y arena que guardaba en los bolsillos.
A diferencia de Japón, China durante sus 5.000 años de civilización ininterrumpida ha vivido de espaldas al mar. Sus juncos no solían ir más lejos de Manila. Por eso los chinos no pintan el mar, aunque sí el agua de los ríos con gran destreza (Ma Yuan 马远, 1160-1225, Dinastía Song). Desde hace 1.500 años, los paisajes chinos surgen de la imaginación del artista, tras un proceso de observación, meditación y depuración, y enlazan directamente con la Abstracción americana de Rothko, Kline o Frankenthaler, entre otros.
A Pekín fui a orientarme. Leí textos taoístas, confucianos y budistas, pero no dejé de ser un bárbaro extranjero. Compré papel de arroz de Xuan y procuré no perder nunca la línea del horizonte, como me enseñaron en el Cantábrico.
Galería Utopia Parkway
MV, Madrid, abril 2019